martes, 14 de junio de 2011

El Alcaide de Antequera

Narración del Duque de Rivas con referencias a Gaucín. (Napoles 27/02/1845)
El alcaide de Antequera

Descendía el sol majestuosamente a ocultar su eterna llama tras las desiguales cumbres de las sierras de Ronda, dando fin a una hermosisima y apacible tarde de otoño. Y el valiente Alcaide de Antequera, en la más alta torre de su castillo, respiraba las templadas auras del anochecer; y paseando en silencio la vista por la espaciosa vega, creyó ver a lo lejos, y esconderse en los olivares, dos moros a caballo, y se le figuró que se recataban de ser descubiertos desde la ciudad.
Observó también que iban armados, porque los últimos rayos del sol poniente relampaguearon en las corazas de bruñido acero y chispearon en las acicaladas puntas de las lanzas. Ardió al momento su corazón denodado en el deseo de salir a probarse con aquellos infieles, si eran, como había imaginado, guerreros.
Bajo apresurado a su cámara, se armó al proviso, mandó ensillar su peceño de Córdoba, tomó del armero una fuerte espada de Toledo y una pesada lanza, cabalgó ordenando que nadie le siguiera, pasó el puente levadizo y el foso de la barbacana, y sólo, y a toda brida, se alejo de la ciudad.
Era la noche serena y despejada, y la luna, resplandeciente en mitad del cielo, se mecía en un trono de transparentes celajes. A su clara luz, vió el Alcaide, al momento de llegar a los olivares, salir de ellos huyendo y dirigirse a la aspereza del monte a dos jinetes árabes con lanza, adarga y coselete, los mismos que descubrió desde su atalaya, y en cuya busca venía.
El peceño de Córdoba no era menos veloz que las dos yeguas berberiscas en que cabalgaban los fugitivos, y volaba, como el viento, por al llanura, empujado por las espuelas del Alcaide, que gritó con voz de trueno, que retumbó en las quiebras más lejanas:
¿Por qué huís, cobardes, si sois dos y vais armados?
Estas palabras hicieron diverso efecto en cada uno de aquellos a quienes se dirigían. En el pecho del uno aumentaron el pavor, en el del otro despertaron la honra. Y mientras aquél, como villano, apresuró la fuga, éste, como caballero revolviéndose de pronto y requiriendo la lanza, se preparó a recibir al guerrero, que lo acosaba y escarnecía.
Trabóse reñido combate. El moro, agilísimo y extremado jinete, manejando la lanza de dos hierros con destreza suma, burlaba las vigorosas acometidas del cristiano, que, destrísimo también en las armas y aventajado cabalgador, no podía tener tanta agilidad, cargado y oprimido con el peso de la armadura.
Ya estaban deshechos en sudor y cubiertos de heridas el caballo andaluz y la africana yegua, y ambos jinetes fatigados, cuando el español, mas experimentado guerrero, aprovechó un descuido del moro, y le dió tan vigorosa embestida, que lo derribó en tierra sin herirlo, gracias a la recamada adarga de Fez, que embotó la punta de la lanza.
Arrojóse el Alcaide de los arzones, y metiendo mano a la espada:
-Rindete-gritó al derribarlo, que le respondió:
-Mátame-sin la menor muestra de espanto.
-Jamás mi espada se tiñe en sangre de vencidos- repuso con viveza el vencedor, y retiró la aguda punta del rostro del mancebo; rostro que, iluminado por los pálidos rayos de la clarísima luna, sorprendió con su belleza y juventud al Alcaide de Antequera, inspirándole el más vivo interés: El que se aumentó de todo punto, cuando el derribado tornó a decirle con afligida y dolorosa voz:
-Mátame, caballero, mira que soy Abindarráez, el hijo único del Cadi de Loja, el mayor enemigo del nombre cristiano-.
Declaración que acrecentó en el Alcaide el deseo de tal cautivo, que podría ser prenda segura de alguna ventajosa negociación con el Rey de Granada.
-No te desesperes- dijo al moro- ni te aflijas por creerte deshonrado y vencido, ni desdeñes el ser mi prisionero, pues yo soy Don Rodrigo de Narváez, Alcaide de Antequera.
Tan respetable era en aquel tiempo el nombre de este insigne caballero entre moros y cristiano, que el mancebo, al oirlo, gozoso de haberse medido con él cuerpo a cuerpo, y no teniendo por mengua el rendirsele:
-Disponed como gusteis de mi persona- le dijo -;mas no sabéis, señor, el daño que me hacéis al no acabar con mi desventurada vida.
-Sois muy joven -le dijo Narváez-, y aun debéis esperar del cielo las dichas que merecen vuestra gallarda presencia, vuestro noble valor y lo esclarecido de vuestro linaje. Venid, pues, conmigo, donde el tiempo que estuviéreis en mi compañía no echaréis de menos el regalo de la casa de vuestro padre.
Y sin despojarle de la cimitarra, le obligó a cabalgar en la yegua, y haciéndolo el en su caballo, tomaron ambos la vuelta de Antequera.
A paso lento caminaban, y ambos, en el más profundo silencio. Pero Abindarráez, después de contemplar con desencajados ojos las vecinas sierras de Gaucín, y de clavarlos un momento en la luna que hacia ellos descendía, lanzó un profundo suspiro, como si se le arrancase el alma, y prorrumpió en el más doloroso llanto.
Admirado el Alcaide de aquellas flacas demostraciones en un mancebo tan duro en la pelea, se volvió a él y entre afable y severo:
-¿Por qué derramáis- le dijo -esas lagrimas, que no asientan bien en el rostro de un valiente, y dais esos tiernos suspiros, que dicen mal en el aliento de un pecho varonil?
Guardó profundo silencio un instante el moro; pero, o bien para manifestar que sus dolorosos extremos nacian de falta de valor, o por desahogar su oprimido pecho, contestóle resuelto:
-Generoso caballero, soy vuestro cautivo, y debo responder a vuestras preguntas, y debo también, por quien soy, daros tales explicaciones, que alejen de vos la sospecha de flaqueza con que ofendeis mis altivos pensamientos. Ayer cumpli veitidós años de edad, y llevo pasados ocho de ansiedades y tormentos, enamorado de la más gentil y desdeñosa doncella de Andalucía. Su amor es el sol que me alumbra, el aura que respiro. Y dura y cruel conmigo, pero sin dar entrada en su pecho a ninguna otra afición, y la prueba evidente de ello es que vivo, se ha mostrado siempre más dura que un peñasco a mis empresas, a mis festejos, a mis musicas, a mis hazañas, a mis lagrimas y dolorosos ruegos: firmes ambos siempre, yo en adorarla, y ella en detestarme. Y cuando acabo de conseguir el ablandar el pecho de aquella bendita huri; cuando encendida al fin por mi constancia en el fuego de mi amor; cuando, citado por ella, marchaba venturoso a Gaucín, donde vive, a recoger el premio de tantos afanes y tantos sacrificios, y a ser el más dichoso mortal de la tierra, me habéis vencido y cautivado; mirad, pues, si no son doblemente motivados mis suspiros, si no queman con razón estas lágrimas mis mejillas, y si con causa bastante os demandé me quitáseis la vida...
!Ay, ella me espera ahora mismo, inquieta ya por mi tardanza, en el jardín de su alquería, y yo marcho cautivoa las mazmorras de Antequera¡
Conmovido el generoso Alcaide, paró de pronto su corcel, y vuelto a su cautivo, le dijo:
Si, como dices, amas, y tu pasión y tu constancia ves al cabo tan tiernamente correspondidas, dichosamente padeces, !oh, afortunado mancebo¡ No quiera Dios que yo destruya tu felicidad. Corre, vuela a Gaucín a ser venturoso; corre, vuela a Gaucín, estas libre. No quiero que tu dama me presente por tu rescate sus ajorcas y joyeles, ni sus alfombras y sus almafas, sino solamente que os acordéis ambos de mi en vuestros momentos de mayor ventura.
Transportado de gozo, Abindarráez quiso arrojarse a los pies del generoso guerrero; pero éste, tendiendo la mano, apretó la del infortunado mancebo, y se apartó de él a toda brida.
Llegó al castillo de Antequera, subió a la alta torre, vió a la luz de la luna al venturoso amante correr como una exhalación por la senda de Gaucín.
Dos lágrimas de ternura brillaron sobre su rostro, endurecido por el sol de los combates; bajó a su cámara, se desarmó en silencio, y contento y satisfecho de si mismo, se entregó al dulce sueño de una alma sensible y bienhechora.

Fragmento de la revista “La nación militar” pag: 321-323. Fecha 09/10/1909 nº 563